31 agosto 2009

El sótano

Soy ya mayor, pero desde aquel maldito día perdí la voz y padezco insomnio. Mi madre cayó en una gran depresión. Mi padre nos abandonó, cual malditos, y no apareció nunca más. Fui ingresado en un centro de acogida de menores. A los dos años, Mamá murió…

En nuestro bloque de pisos habíamos tenido el mismo portero desde que mis padres se casaron. Ante la posibilidad de que se prejubilara y así ahorrarse gastos, la comunidad decidió darle el finiquito y elegir otra persona con más vitalidad y menos manías. El elegido resultó ser Prudencio Amores, un señor de mediana edad, muy, muy grande y con la cerviz un poco inclinada. Por su gran apariencia, su corto cuello y sus ojos saltones se granjeó el mote de Aigor.

Todos los días del año, al atardecer, Aigor pulsaba los botones del portero automático con un timbre familiar, para que los vecinos sacaran sus bolsas de basura a los umbrales de sus viviendas. Poco después, bajaba al sótano a por dos enormes cubos con ruedas, los introducía en el ascensor y presionaba el pulsador del séptimo que era por donde empezaba la recogida. En su trayecto de arriba a abajo tan solo veía a algún vecino rezagado que tardaba en atar la bolsa. Un amiguete del quinto y yo, que vivía en el primero, teníamos la costumbre de seguir desde la escalera sus pasos, media planta por debajo de en la que Aigor estaba. Él nunca nos veía, tal vez nos intuía. Al alcanzar la recogida el segundo piso, nosotros nos metíamos en mi casa. Cuando llegaba al primero lo divisábamos a través de la mirilla. Al montarse en el ascensor volvíamos a salir. En la planta baja, acabada la retirada de bazofia, apretaba un poco las bolsas, plegaba los cartones y cerraba la tapa de los dos cubos. Acto seguido, encendía las luces del portal, ya era de noche, y salía hacia el punto de recogida de basuras (antes no había contenedores, ya eran modernos los cubos). Nosotros le seguíamos hasta la mitad del trayecto, ya que el del quinto era un acojonao. Cuando le escuchábamos silbar, a su regreso, corríamos al portal. El primer tramo de escaleras estaba enrejado, eso hacía que se divisara todo el portal casi desde el primero. Desde ahí, le veíamos entrar con su chepa, vestido con su mono azul y tirando de sus dos cubos, ya vacíos. Abría la puerta del sótano, pasaba y la cerraba. Tardaba tanto tiempo que jamás llegamos a verle salir, pues nuestras madres desde el balcón gritaban: “A cenar. Carlitos, vamos que ya es hora” “Vaya unos muchachos como le gusta la jodida calle”

Así pasaron días, semanas y meses.

Un frío día de diciembre, Aigor salió del portal con sus cubos cargados. Con su enorme fuerza arrastraba los contenedores con ambas manos sin que se le cruzaran. El del quinto se quedó a mitad de camino, pero yo seguí hasta el basurero. Cual fue mi sorpresa que Aigor vacío sus cubos y en lugar de retroceder por sus pasos hacia el bloque continuó hacia el otro barrio y se perdió en la oscuridad. Corrí hacia el portal, se me había hecho tarde. Mamá se desgañitaba: “A cenar. ¿Carlitos, dónde coño te has metido?”. Cené rápido. Abrí la puerta de casa. Me asomé al rellano. No había luz en el portal. Bajé las escaleras. La puerta del sótano estaba cerrada, por sus huecos no se filtraba luz. Puse la oreja sobre la madera, no se oía nada. Estaba temblando, cuando me pareció oír su silbido. Subí los primeros peldaños corriendo. Me tropecé y caí, pero un miedo interno me hizo levantarme como el rayo. Aigor abrió la puerta. No sé como no escuchó mi respiración (o sí la escuchó). Arrastraba los dos cubos, pero esta vez no parecían vacíos. Abrió la puerta del sótano. Y allí se quedó. Me fui para casa temblando. Al llegar, Mamá exaltada me dio collejas sin parar, diciéndole a mi padre: “Pero, y este maldito muchacho. Cómo le gusta la calle. Ya que tu padre es un pelanas estás castigado sin salir una semana”

A los tres días se le había olvidado, o le daba pena, y yo por allí seguía de espía.

La primavera había llegado, los días eran más largos. Aigor recogía las basuras más tarde. Un día, como de costumbre, Aigor con sus dos cubos llenos partió hacia el depósito. Cuando yo me encaminaba a seguirle retrocedió por un olvido, dejó los dos cubos en la entrada y bajó al sótano. Tardó poco, pero producto de la interrupción, tuvo un descuido.

Con lo concienzudo que era, se había dejado la puerta del sótano entreabierta. Decidí no seguirle y entrar en aquel mundo que tenía alterada mi fantasía. Entré con sigilo, no veía un pimiento. Cuando había bajado seis o siete peldaños la luz proveniente del descansillo se apagó, intenté buscar el interruptor, pero no lo encontré. Cagado subí los peldaños de nuevo. Entrecerré la puerta. Subí a casa. Cogí unas cerillas que había encima de la cisterna del aseo. Al sótano fui, volví a abrir la maldita puerta. Encendí una cerilla, pasados dos peldaños se me apagó. Todavía lograba ver con el poco de luz que entraba desde fuera. Rasqué otro fósforo. Bajé hasta abajo. Entre cosas de jardinería y herramientas, logré vislumbrar una segunda puerta. Hasta allí llegué quemándome la mano. Abrí la puerta. Encendí una tercera cerilla.

Mi mente se paralizó por un instante. Mi vecino del quinto estaba colgado de un gancho. Le llamé, no me contestó. Chorreaba sangre. El olor era insoportable. Intenté gritar, no me salió ni aire. Giré el brazo para alumbrar, un fogonazo amplificó la llama. Una nube de insectos se me echó encima. Al fondo me pareció ver muchas zapatillas de deportes con sus piernas que no tocaban el suelo. De repente se abrió y se cerró bruscamente la puerta del sótano. Se me apagó la cerilla. Era él. Era Aigor. Grité tanto que se oyó en el séptimo…

Lo demás os lo imagináis. Fue la última vez que salió la voz de mi cuerpo. Han pasado años. El maldito olor me persigue. Yo no duermo.

A Antonio Gasset

Cogió infinidad de veces aquel caballo de hierro, único medio de transporte que le podía traer a este fuerte. En una estación sorteó el fuego de los indomables, pero la herida estaría por llegar. No fue de flecha, sino de bala; no fue de indio, sino de hombre blanco.

Cuando uno se hace grande, el odio y la ira de los ocurrentes terminan con el talento. Este hombre intrépido, recogido en su verde valle, sin saberlo se convierte en mito. Aquí publicamos su leyenda.

La montaña

Después de aquel viaje, nos encontramos como los habitantes de un pueblo inglés que dedicaron todo su empeño en aumentar los pocos metros que separaban la mención de la ignorancia. Para que el monte principal de su pueblo apareciera en un mapa, bastaba con que tuviera una altura determinada. La gran fatalidad era que por muy poco no alcanzaba la altura mínima. Los habitantes del municipio armados con palas, picos y carros lograron subir tanta arena que su pueblo paso a tener una montaña en lugar de una colina.

Nosotros, que habitamos en una modesta colina, también aspiramos a conseguir tener una montaña. Mucha distancia nos queda para alcanzar grano a grano la cota, pero nos sentimos con fuerza para no dejar nuestras aspiraciones. Además de poseer nuestros propios recursos, necesitamos otros grupos que nos impulsen para crecer.

Por eso, creo en gente que nos lleve a enseñarnos la montaña más grande del mundo.